
La pregunta es ¿cómo la presentó Israel a los Oscar? ¿Será que la Academia israelí es como la española cuando la guerra de Irak, enfretada a Aznar?
Estamos ante una película diferente por el formato: esos dibujos con vida interior, cargados de simbolismo, pertenecientes a una realidad que no es real, que la trasciende. Es algo extraño. No es como Persépolis, la película de la iraní Marjane Satrapi, que también empleaba los dibujos para narrar la historia de su familia y de ella misma. En Persépolis no ibas más allá de lo que magníficamente describían los personajes dibujados; aquí hay algo más. Esa mezcla entre sueño y realidad, entre fantasmas que llegan a la mente y hechos que sucedieron, se mezclan y los dibujos se adaptan perfectamente a ese estado de semiinconsciencia. Por eso, cuando al final vemos imágenes verídicas nos choca tanto, nos bajan a la realidad, que es más ruda, vulgar y ordinaria. Por eso, el director, aunque rompe la unidad de estilo, lo tenía que hacer. Muy bien.
Lo que opina Ana:
Se te encoge el corazón desde la primera imagen, en la que unos perros asesinos recorren una ciudad casi fantasma en busca de su presa. Esta película de animación tiene una fuerza desgarradora, expresionista, sus dibujos son enormemente efectivos en la denuncia del horror y la sinrazón de la guerra; pesadilla y realidad se confunden en este relato que nos habla de la recuperación de la memoria por antiguos combatientes israelíes en la guerra del Líbano, que vivieron la masacre cometida en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. Está cargada de verdad y resulta estremecedora. Al final, los protagonistas animados se funden con la imagen real, la de carne y hueso, la imagen documental del dolor tras las matanzas de Sabra y Chatila.