
La noche del miércoles, fría y desapacible, hizo que Ana se quedara en casa. Había bastante gente en el Roxy B asistiendo a la invitación de los Renoir. La directora, en una aceptable español, aunque ella decía que era malísimo, dio las gracias, le alegró ver la sala llena. Explicó que sin ser biográfica, había en ella momentos que le correspondían: las luces del Báltico, las flores de primavera de Baviera y la vida en Japón, donde ella estuvo "en el siglo pasado" (año 85). La comparación entre los japoneses y los alemanes tuvo su chispa: iguales de esquemáticos, iguales de brutos cuando se emborrachan.
Bueno, la película. Es, por un lado, un canto al amor entre un matrimonio mayor; y por el otro, un desolador reflejo de la distancia infinita entre hijos y padres, cuando aquéllos ya se han independizado. Hasta Japón va el marido para culminar la invocación a su mujer. Lo tiene que hacer a través de una chica japonesa, entre cerezos en flor y danzas rituales. Esta parte es un poco larga y estrambótica, pero comprensible. Es un película que no molesta, sin ser grande.