Historia pausada, intimista, cerrada
en el espacio, con poco horizonte, la
cámara contempla interiores y cuando sale al exterior, la vista no se abre en
panorámicas que creen la ilusión de otro
mundo más amplio. En este sentido el director nos encierra en ese valle
inhóspito en el que la población está envejecida y ligada a las ovejas. Creada
la atmósfera, con lentitud irá desvelando la historia de dos hermanos
enfrentados, pero ligados para siempre por unos lazos que ni el silencio puede
cortar.
Yo recordaba la visión etnográfica
sobre un modo de vida en vías de extinción que nos presentaba la película “El
perro mongol”, aquella dura vida esteparia quedaba
compensada por la esperanza, la luz que aportaba la niña. Aquí no la hay, todo es desolación, la muerte
acecha a los carneros y a los humanos.
Emilio: película de festivales, escribe en tono crítico Jordi Costa (ganó la Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci de Valladolid de este año).
Al final se convierte en una epopeya de incierto desenlace para salvar la herencia genética, la tradición, casi la antigua sangre de una familia, representada por un rebaño de ovejas. En este acto heroico se deshace la maldición bíblica, de Caín y Abel. Hasta ese momento postrero el desarrollo es lento como el transcurrir de los días en esos inhóspitos parajes. Pero a mi me gustan estos temas agropecuarios.