La estrenaron en julio y todavía aguanta; es una buena noticia, no porque la película sea redonda, sino porque arriesga en su contenido, nada más y nada menos que cine social, con protagonistas del clero: los curas villeros. Al final, la dedicatoria de la película a uno de estos curas asesinado en 1974 en circunstancias todavía no aclaradas, mientras suena el rock "Las cosas que no se tocan" de los Intoxicados, reconoce la labor de estas personas.
La película se inicia casi en plan documental: una prueba diagnóstica de escáner y en seguida, sin transición, a la selva, y de allí a la barriada de Buenos Aires. En los primeros diez o quince minutos no hay palabras, sólo imágenes. El espectador tiene que hacerse la composición de lugar, ubicar a los personajes, para luego seguir su historia. La parte fundamental se desarrolla en torno a ese macro hospital olvidado y convertido luego el edificio y sus alrededores en hogar de los desclasados, de los apartados del sistema. En este ambiente se desenvuelve la vida cotidiana y la lucha de los curas, de la asistenta social Luciana (siempre bien Marina Gusman) y de todo un grupo de gente de aquí y de allá. La película, con todas las historias que se cruzan de drogadicción, amores difíciles y la búsqueda de una vida mejor (a veces un poco atropelladas, pelín histérica, escribe David Bernal), nos quiere trasmitir que no hay que desistir, aunque el camino deje mártires.